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sábado, enero 28, 2006

Dos historias por contar, sin contar.


Quiero encender un cigarrillo en la sala, cerca de donde está mi escritorio y la computadora; un espacio amplio donde la decoración minimalista no ha encontrado su ticket de entrada.
Sí hay día nublado, gotas que insultan el calor del suelo lagunero, la taza con café contestó "presente" a las once y algo de la mañana de un sábado cualquiera. El cigarro es un ornamento útil en mi escritorio, pero no está.
No tengo mucho por escribir a pesar de la buena semana, tal vez dos historias divertidas, una de ellas podría juguetear con un tal Gino Vannelli.
¿Quién demonios es ese tipo?
Bueno, si no lo han escuchado pueden hacerlo por cultura general, pero no lo recomiendo para aquellas personas, las cuales, dentro de su colección de cds, Celine Dion queda fuera de ella.
La otra historia se desarrolla en un bar de La Laguna, fue una noche de jazz y servilletas que servían como salas de chat. No sé cuál de esos textos pueda titularse "Una noche patrocinada por Prometeo".
Ambas historias comenzaron en el centro de Torreón, que ahora, debido a su maldita expansión, el centro ya no quedaría situado en donde lo conocemos. Es una de las partes bellas, un lugar por el cual todavía puedes caminar sin mucha preocupación (a menos que vayas al trabajo). Si eres una persona que vaga sólo para encontrar un café que te de alojamiento por unas horas, disfrutarás de las calles con baches y con gracia y educación, darás el paso a los carros en las esquinas frente a ti.

Tal vez rececuerdes una de las historias de la ciudad, seguro olvidas el nombre del tipo que confundió las unidades en sus planos e hizo más amplias nuestras calles.
Seguido topas con gente que pide dinero en un rincón de edificios viejos o en La Alameda; cerca, en una esquina puedes comprar un vaso mediano con nieve de garrafa (mejor conocida por los laguneros como nieve Chepo): mitad chocolate, mitad café, deliciosa combinación de sabores. Disfrutas sentado la sombra de ese árbol con brazos enormes y cabello largo. Terminas y cruzas la calle, te detienes en el camellón esperando llegar al otro lado: un lugar donde puedes desconectarte.

Siempre busco una de esas mesas que tienen sombrilla o están bajo una sombra, hay demasiada gente en la
ciudad y en sus calles, caminamos mucho, pero todo está bien en esta plaza con una fuente. Saco mis cigarros y el encendedor de los bolsillos del pantalón. Aquí no importa mucho cómo te sientes, o si te acuestas en el pasto o si dejas a un lado tus zapatos, es lo menos importante.
Fumo, no pienso, disfruto y me tranquilizo.
Veo a un señor acercándose a "mi lugar" y hago un esfuerzo para no notar la dirección de sus pasos, es inútil: cuatro, tres, dos metros, un metro.
-Señorita, buenas tardes tenga usté, mire que ando vendiendo dulces pa darle de comer a mis hijos y a mi señora que está mala y ps ni modo, mire usté Dios no lo quiera pero ps necesite usté ayuda y ps un peso o dos que me de por una paletita, ps no es nada- ojos pequeños café oscuro perdidos bajo el sombrero, me hablan.

Así es, es nada, un peso, dos pesos, como los metros cuando pude tomar mis cosas y marcharme antes de que pudiera mencionar una palabra el hombre con canasta en mano y ropas con aire acondicionado integrado, sombrero y piel tostada. No pude, siempre espero a que llegue y dejo que hable

-Señor, ahorita no, gracias- mis mejores palabras pero, cuándo entonces, me pregunto. Dinero sí tengo pero por alguna razón no creo su historia.

-Ándele, tome una y regáleme un cigarrito, mire que si pudiera comprar uno lo compraba, pero ps el dinero tiene que ir pa la casa y ps como que andar robando ps no, digo, ps mejor pido uno, ándele tome uno y regáleme un cigarrito- con mucha confianza ha puesto su canasta sobre la mesa.

Saco de la caja un cigarro y se lo doy en la mano mientras él ya buscaba la caja de cerillos en sus bolsas, me adelanto, tomo mi encendedor y le ofrezco lumbre. Acepta.

-Gracias señorita, Dios me la bendiga, tome uno- dice en la primer bocanada, toma su cesto y lo acerca a mi.

-Gracias- no necesito una paleta, él no necesita un cigarro.

Mi mente sin preocupaciones despierta, mis ojos se abren y ven al hombre que se acomoda el sombrero con la mano en la que lleva el cigarrillo, camina cinco, seis metros lejos de "mi mesa" buscando a un nuevo cliente al cual seguramente le dirá "ayúdeme, cómpreme una paletita, no tengo dinero ni para un cigarro, mire usté acabo de conseguir este, ps es como mi comida, me lo dieron, pero ps mire usté que ahora ps tengo que juntar pa llevar comida a mi casa...". Tan pronto como lo pierdo de vista me levanto y vuelvo a conectarme con mi ciudad, qué hago perdiendo el tiempo con cuestiones e intentos de textos cuando estudio en "una de las mejores" escuelas, qué hago sentada haciendo nada. El hombre de manos maltratadas ni cuenta se ha dado de su ayuda.

Y bien, en cuanto a las otras historias, debo esperar a que haya un detonante y pueda contarlas, ya les avisaré.

Ya pueden poner comentarios.

Un beso a todos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sabes, amor, me gustó mucho tu historia, me recuerda algo que empecé hace algunas semanas, aunque quizás sea solamente por tener un estilo similar, pues ambos relatos son diametralmente distintos.

Te posteo el mio por si lo encuentras interesante, no he logrado terminarlo por los relatos realmente no son mi estilo:

Eran las tres de las mañana, tomaba un sorbo del té digestivo que acaba de prepararme. Algo me hizo pensar, quizás la indigestión, en el sentido oportunista que mantiene vivas las flamas del capitalismo: cada compra, cada necesidad (real o infundada) es un trozo de leña ardiendo en un fuego que a veces calienta demasiado, casi quema, su propia chimenea.

Divagando como estaba, en aquella dolorosa duermevela, me puse a recordar cómo, en una semana, fácilmente había gastado el sueldo de toda una quincena; entonces, como sucede cada vez con más frecuencia, me encontré en una paradoja divertida: odiando al jefe por pagarme un salario tan bajo, que no me permite comprar más cosas innecesarias... Ahí estaba, otra vez, atrapado en una contradicción: maldiciendo y abrazando al consumismo.

El orden mundial parece regirse por una serie de sin-sentidos, que sin embargo dan sentido al transcurrir de los días. La sociedad moderna es como un edificio enorme que nunca para de crecer, como si alguna fuerza empedernida le agregara habitaciones, asegurándose un vacío donde siempre ocultar su gigantesca nada. Es extraño cómo funciona todo, hilo tras hilo somos una red de tonterías, de superfluidades. Incluso, el principio fundamental que mueve nuestras vidas, esto es, el intercambio de productos para asegurar la supervivencia mediante la satisfacción de necesidades básicas (comida, abrigo, etc), ha mutado en un ridículo acto que incluye objetos cuyo valor ha sido acordado, pero no es real, y que se ha extendido mucho más allá de los productos básicos.