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domingo, agosto 26, 2007

El silencio de la puta

Por Lucy Originales

Los sonidos y algunos ruidos me divierten, a veces me dan dolor de cabeza, siempre lo han hecho: el avión acercándose o despegando del aeropuerto; un niño que llora a chorros dentro de una casa; el motor de un carro viejo; otro carro dando la vuelta; las ligeras voces de una familia sentada en una banca en la plaza, charlando; unos tacones caminando frente a la banca donde está la familia, luego frente a mi banca para luego sentarse una banca adelante sin taconear ante la obvia espera, voltean a un lado y a otro; un trailer encendiendo “motores” preparándose para el viaje; un camión de ruta cambiando de velocidad al topar con esta plaza y dar vuelta; la pelota de un niño que rueda cerca de mis pies; las llantas de un triciclo pisando los granitos de arena en el pavimento; la sandalia pesada de una niña con un vestido pequeño, jugando a ser grande. Todos son hermosos, todos son bellos y todos y cada uno dicen algo; un niño encabezando la caballería de bicicletas confesando a otro que es su primera vez en dichos menesteres; el niño más grande escucha atento y confiesa haber sentido la misma emoción en su primera vez pero la cosa se pone buena pues, con todo y esencia de niños, demuestran rivalidad conciente; el cambio de tono en las voces.
Una niña los acompaña y me fascina el raciocinio de mi género, parece que escuchar tantas barbaridades le ha aburrido y se aleja. Yo, me desvío también a buscar aquellos olores que conforme prenden los faroles no sólo hacen aparecer sombras sobre la plaza, sino también a los hamburgueseros o a los señores de los tacos de la esquina: ¡las carnes están en la parrilla! Se está cocinando la carne, casi escucho la sangre gotear sobre el carbón: una y otra, y otra más y hacen que el carbón humee y entonces el olor es más fuerte y me da más hambre, segrego saliva como un perro hambriento a la espera de que alguien me lance un pedazo de carne, pero sólo se les ocurre aventar las migas de pan que les sobra. ¡Malditos!.
Definitivamente entra la noche, los faroles están al cien por ciento encendidos por todo el caminito que hace una cruz sobre y dividiendo la plaza. Iluminada se ve mejor, más coqueta, más cachonda, más romántica, más viva, pero siempre estática. Su función es nula si no hay gente, por fortuna siempre hay pero siempre en la noche; andan en ella un rato y luego se van. Debería ser por más rato, noche. Parecería que nadie tiene asuntos por resolver, están tan campantes los hijos de la chingada que me dan envidia.
Olores y sonidos. Escucho otro muy peculiar, es música de barrio, música “guapachosa”, está lejos todavía de mí; pero le reconozco tan bien: es el ¡señor de los elotes!, bendito sea el ¡señor de los elotes! que con el ruidito de su moto dice que ha entrado la noche, que por fin nos podemos echar algo calientito en esta ciudad caliente. Ojala llegue rápido para comprarle uno. ¡Tengo hambre!
Hay cientos de sonidos.
Se hizo el cambio de guardia en la plaza, las conciencias se pierden en los arbustos y mentadas de césped, los pájaros ya han volado, están dormidos, ahora sólo hay grillos y no se les ve, apenas se les escucha, nadie quiere escucharles, es que por lo general son aburridos, te mandan a dormir en cuanto les prestas atención y esa es mi canción de cuna, han sido muchos ruidos por hoy y realmente, sólo uno me ha conquistado: el silencio de la puta, dueña de los tacones, sentada una banca delante de mi.

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