Sí, ya había dicho que sí. Iba todos los
días al departamento número uno en la planta alta, calle del olvido, colonia
centro, número primo. Era una visita fugaz: abrir las ventanas, sacar al perro,
darle de comer, pasearlo, apagar un par de luces, prender otro par. Mi tarea
era ir y dar vida al departamento, dejar que las plantas exhalaran la soledad
de la alfombra. Aquí no hay nadie, no vive nadie, no respira nadie. Debería
existir otro inquilino. La dicha es la apariencia de que algún día volverá,
pero no lo hará, y la sombra no se percatará jamás de que se ha quedado sin
dueño. Dentro de alguno de los tres cuartos el perro morirá de tristeza; las
plantas, tan cerca de la ventana, se secarán; la alfombra será carcomida por la
mugre; los muebles quedarán protegidos por una sábana de polvo, y con el
tiempo, este lugar habrá quedado vacío. Me echo un cigarro descansando en un loveseat
color café que tiene mordidas del perro, declaración malcriada por la
desesperación de ladrar al eco. Aquí estoy, sobre mis
piernas, la cobija peluda con cuatro patas acompañando el ritmo de mi
respiración; guardamos el momento cerrando los ojos pensando si el cigarro
caerá del cenicero sobre el brazo del loveseat a la alfombra, son centímetros
de separación en caída libre, pero qué más da, me han dicho que la alfombra
está hecha de un material anti inflamable. Qué más da...
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