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martes, noviembre 27, 2012

El rubor perdido




Sí, ya había dicho que sí. Iba todos los días al departamento número uno en la planta alta, calle del olvido, colonia centro, número primo. Era una visita fugaz: abrir las ventanas, sacar al perro, darle de comer, pasearlo, apagar un par de luces, prender otro par. Mi tarea era ir y dar vida al departamento, dejar que las plantas exhalaran la soledad de la alfombra. Aquí no hay nadie, no vive nadie, no respira nadie. Debería existir otro inquilino. La dicha es la apariencia de que algún día volverá, pero no lo hará, y la sombra no se percatará jamás de que se ha quedado sin dueño. Dentro de alguno de los tres cuartos el perro morirá de tristeza; las plantas, tan cerca de la ventana, se secarán; la alfombra será carcomida por la mugre; los muebles quedarán protegidos por una sábana de polvo, y con el tiempo, este lugar habrá quedado vacío. Me echo un cigarro descansando en un loveseat color café que tiene mordidas del perro, declaración malcriada por la desesperación de ladrar al eco. Aquí estoy, sobre mis piernas, la cobija peluda con cuatro patas acompañando el ritmo de mi respiración; guardamos el momento cerrando los ojos pensando si el cigarro caerá del cenicero sobre el brazo del loveseat a la alfombra, son centímetros de separación en caída libre, pero qué más da, me han dicho que la alfombra está hecha de un material anti inflamable. Qué más da...


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